Ayer en la cama, mi hija me dice que quiere que hoy yo la peine la mitad de su pelo. Yo le aviso que estoy dispuesta a peinar una cuarta parte y que a ella le toca tres cuartas partes. “Tú divides el pelo en cuatro partes, y tres de esas partes las haces tú, y yo hago una”. La conversación fue derivando y llegó por parte de ella a que yo uso de mi ropero dos quintas partes (tiene cinco puertas), su padre otras dos quintas partes, y la mitad de una quinta parte (la puerta central) la compartimos mi marido y yo. Del altillo, cinco quintas partes son usadas por únicamente por Alberto, puesto que ella y yo no alcanzamos. De ahí a los motivos por los que cinco partido por cinco es igual a uno y a las representaciones con decimales. Diez minutos de charla antes de dormir…
Los niños y niñas son cuestionadores natos, no es necesario fomentar que pregunten o que tengan curiosidad, sino impedir que dicha curiosidad innata sea sofocada. En mi época, con diez años como los de mi hija, aprendí las fracciones en un papel. Nunca entendí la relación entre las fracciones y los decimales, de hecho lo estoy aprendiendo ahora con ella, y eso que mates era mi asignatura favorita. Sólo que estaba en un compartimento estanco, no tenían relación con la vida de todos los días.
Hoy la neurociencia ha demostrado la veracidad de la frase antigua, “permíteme practicarlo y lo aprenderé”. Mis maestros dirían que la práctica tenía lugar en el aula, sólo que era en un papel y con un lápiz. Memoricé las reglas para hacer divisiones de quebrados, pero no llegué a la deducción que mi hija hizo anoche por sí misma: “la mitad de una quinta parte la usas tú y la otra mitad papá”. Y esto es lo que hacemos cada día: usamos las fracciones y los decimales.
Mis padres tenían tan asumido que ellos no sabían, que jamás intentaron explicarme lo que significaba cuando hablaban de dos quintas partes, o de un tercio. Ellos no fueron a la escuela, mi padre por voluntad propia, prefería el trabajo en el campo que los golpes que le daban en la escuela. Y mi madre porque mi abuelo decía que con que supiera usar una hoz y un cabestro ya tenía para vivir la vida. Mi madre siempre sintió que ella era inferior porque no la permitieron estudiar. Mi padre al dejarlo por voluntad propia, escapó de ese aprendizaje (hoy en España un niño no puede decidir eso, aunque esté recibiendo golpes que le dejarán marcas para toda la vida). Ambos aprendieron que sólo la escuela podía enseñar así que incluso lo que sabían, estaba teñido con esa creencia, y por lo tanto no estaban autorizados a hacer de maestros. Se limitaban a decirme que mi trabajo era estudiar para que fuera una mujer de provecho. Y de esta forma implícitamente me decían que ellos no eran personas de provecho. Que los trabajos que ellos realizaban eran de segunda o tercera categoría.
Mi padre carpintero y agricultor; mi madre ama de casa y vendedora de muebles. Ambos trabajos del sector secundario, aunque ellos no pudieran ponerles nombre. Según ellos las empresas explotaban a la gente porque ésta no tenía estudios. El hecho de que un gran empresario, hoy en día dueño de media isla, y que tiene en su nómina estudiantes desde licenciados hasta graduados en E.S.O., fuera contemporáneo y vecino y que ellos supieran que tenía los mismos estudios que ellos, es decir muy básicos, no les ayudaba a pensar que algo no cuadraba en su teoría. Esos trabajadores, con estudios, también eran explotados, por un alguien sin dichos estudios.
De ahí que los hechos no sean tan relevantes como las creencias. El hecho es que cualquier niño aprende, continuamente está aprendiendo. Que los padres y madres tendemos a creer que solo la escuela puede transmitir los conocimientos necesarios para la sociedad en la que vivimos. Que los niños que aprenden en escuelas libres o como homeschoolers o unschoolers tienen de igual forma todos lo que necesitan para vivir en nuestra cultura. Que hay estudios que muestran los costes de la escuela obligatoria, y que aún así es muy difícil que la población en general los tenga en cuenta. Y todo esto por la creencia que ya tenían mis padres de niños: “el conocimiento se adquiere en la escuela”.
Las creencias son unas gafas que llevamos puestas y que dan el color de sus cristales a todo lo que vemos. Además, muchas veces no sabemos qué color tienen dichos cristales e incluso ignoramos que las tenemos puestas. Algunas se llaman “contrato de vida”, lo cual quiere decir que si las cambiáramos, toda nuestra vida perdería el sentido. Por lo tanto cuestionarlas puede generar un estrés biológico importante. Cualquier pregunta o hecho que indirectamente contradiga una de este tipo, genera reacciones violentas. Si mi madre le dice a su médico-médica que ha estabilizado las hormonas del tiroides con reflexoterapia podal y que no ha usado las medicinas que le fueron recetadas, posiblemente obtenga una de estas “reacciones violentas”. Indirectamente este hecho estaría cuestionando la creencia contrato de vida alguien profesional de la medicina.
Mi hija aprendió algo del currículum escolar anoche, en menos de diez minutos, mientras nos dormíamos. En el mejor mejor momento por otra parte, ya que a nivel neurológico, el sueño fija los aprendizajes. Este hecho contradice varias creencias asociadas a la escolarización. Tal vez sea necesario que tengamos cierta conciencia de que tipo de “muebles” llevamos incorporados. Y al igual que en una casa, cuando uno resulta no ser útil, se cambia por otro, y se asumen los costes de ello. Preguntarnos si una creencia aún nos es necesaria y si no es así, cambiarla, por nosotros mismos o con ayuda de un-una profesional.
Teresa García
Psicóloga clínica.